En Tandil los clubes tuvieron su segundo regreso a los entrenamientos con un protocolo exigente signado por el distanciamiento y los ejercicios individuales. A continuación, un relato de cómo es volver al club sin entrar al vestuario y entrenar sin pasarle la pelota a un compañero.
|Por Nazareno Lanusse | @chinolanusse | Foto: Prensa Independiente de Tandil
A lo Marty McFly salvando a su padre, vengo del futuro para contarle a los platenses la experiencia de la vuelta a los entrenamientos. Más precisamente del Club Independiente de Tandil, en el interior bonaerense, donde después de mucho debatir por las aperturas de actividades (polémica por el cambio de sistema de fases mediante), por fin se pudo concretar el regreso de los clubes. En una etapa anterior, en la ahora añorada Fase 5, se había vuelto a las prácticas de hasta diez personas con los mismos cuidados sanitarios que en este segundo retorno, pero como en casi todo el interior, la situación sanitaria se agravó llevando al cierre total de muchos sectores, incluidos los clubes.
Con el ahora “semáforo amarillo” -el sistema de fases tandilenses se rige por los colores del semáforo-, se habilitó la reincorporación a la actividad de los clubes, con la salvedad que, en esta nueva etapa, las actividades deportivas deben llevarse a cabo a la mitad de la capacidad anteriormente permitida, por lo tanto, para el caso del básquet como deporte en espacio cerrado, los entrenamientos están permitidos con hasta cinco jugadores más el entrenador, por cada turno de una hora.
En ese sentido, el equipo de profesores tuvo que diseñar una estrategia de turnos de una hora de lunes a sábado, para poder contener a basquetbolistas de todas las categorías. Comenzando a las 10.30 de la mañana, hasta las siete de la tarde, máximo horario habilitado para la actividad. Con bloques de entrenamiento de sólo cinco jugadores, hubo que partir en dos a todos los grupos que ya habían sido conformados, por lo tanto, duplicar la cantidad de turnos a lo largo del día. Básicamente, lo que antes el entrenador lo hacía en un turno, ahora debe hacerlo en dos y con la mitad de las personas.
El protocolo es estricto: hay que estar cinco minutos antes, cambiado y con tu botella de agua personal. Al arribar a la puerta del club hacemos cola afuera, vamos entrando de a uno después del control de fiebre, alcohol en las manos, trapo para los pies, y firma de una declaración jurada que afirma que “no he manifestado ningún síntoma compatible con COVID-19 y ninguno de mi grupo familiar más cercano”. Una vez adentro del gimnasio cada jugador tiene su box, distanciado a dos metros del resto, que consta de una silla para dejar los objetos personales y los elementos necesarios para la práctica.
El polideportivo Duggan Martignoni está habilitado para 3000 personas en un evento deportivo, y tiene una superficie de 850 metros cuadrados. En esa inmensidad, somos seis personas que no llegamos ni a saludarnos con el codo, dispuestas a jugar un rato de básquet sin siquiera poder pasarnos la pelota entre nosotros. Cada uno tiene su balón, de a poco empezamos a movernos en nuestro carril, tres en un aro, dos en el otro, voy hasta mitad de cancha, vuelvo. Freno y tiro. Es la entrada en calor, estamos lejísimos unos del otro, el profe grita fuerte cada consigna para que escuchemos, pero ya empieza a sentirse esa sensación en el cuerpo, la sonrisa se dibuja de lado a lado de la cara, se escucha el chirrido de las zapatillas y el bote de la pelota contra la madera. Es una cancha, hay un aro y tenemos una pelota en las manos… ¡cómo se extrañaba!
La ansiedad genera que estemos ahogados enseguida. Muy ahogados, por más que hayas corrido o pedaleado muchos kilómetros en el parate, esto es diferente, porque el cuerpo no estaba acostumbrado y la manija de querer hacer todo lo que no hacías pasa factura. Ejercicios de técnica individual, manejo de balón y coordinación, son el principio de una hora que tiene su punto máximo de disfrute cuando llega el momento de la “competencia”.
Los de un aro contra los del otro. Siempre cada uno con su balón, a convertir en distintas posiciones y de diferentes distancias. La rivalidad se vuelve atroz, un rebote largo genera un pique para recuperar la pelota y volver a lanzar rápidamente, a cara de perro cada equipo festeja los goles y se reclama hasta una pisada de línea vista a la distancia. El coach se viste de juez, cuenta las conversiones de cada equipo y disfruta de que la competencia salga pareja tanto como si fuera un partido ganado sobre la chicharra.
La adrenalina que genera el ejercicio da cuenta de la necesidad de jugar a algo que teníamos todos. Últimos cinco minutos, un poco de agua y unos tiros libres para cerrar la jornada. Seguimos sin habernos acercado a más de dos metros, pero las caras son otras. Cansados, pero felices. Fin del turno, le acercamos la pelota al entrenador que la rocía con alcohol y ya las deja listas para los cinco siguientes que a esa hora ya están haciendo cola en la puerta del club.
Como dice el Indio “a vivir que son dos días”, es lo que tenemos y hay que disfrutarlo, porque si algo nos enseñó la pandemia es que todo puede cambiar en muy poco tiempo y siempre las dudas son mucho mayores que las certezas. Por ahora, la única certeza rotunda es que cuando la situación lo permita, seremos miles de jugadores y jugadoras con el bolso listo haciendo la cola en la puerta de los clubes para entrenar.
En Diagonal al Aro desde 2013. Licenciado en Comunicación Social con orientación en Periodismo en 2018. Técnico en Periodismo Deportivo recibido de la Facultad de Periodismo y Comunicación Social en 2016. Jefe de Prensa de Unión Vecinal de La Plata desde 2015. Jefe de Prensa de la Federación de Básquetbol de la Provincia de Buenos Aires hasta 2021. Redactor en Básquet Plus desde 2021.